Crianza Consciente - ¿Conexión o Protección?: la clave está en la corregulación
Nuestro cuerpo y cerebro tienen una prioridad muy clara y definida: evaluar si nuestras relaciones y nuestro entorno es seguro, peligroso o amenazante para la vida con el fin de asegurar nuestra supervivencia.
Nuestro sistema nervioso autónomo, a través de la neurocepción, está constantemente escaneando - sin que seamos conscientes de ello- el mundo exterior e interior en busca de detalles y pistas que le permitan definir si la situación es SEGURA o NO SEGURA - ¿Esto es seguro? ¿No estoy seguro? ¿Conexión o protección?
Stephen Porges
Cuando nuestro cerebro decide que la situación es NO SEGURA, las partes más primitivas del cerebro, el cerebro reptiliano (centro de los comportamientos instintivos y de nuestras sensaciones), genera una cascada de hormonas y neuroquímicos que nos permiten movilizarnos (respuestas de lucha o huída) o inmovilizarnos (respuesta de parálisis) para proteger nuestra vida.
En una situación percibida por nuestro cuerpo y cerebro como NO SEGURA, nuestro raciocinio se obnubila, nos cuesta pensar con claridad porque el foco de nuestro cerebro está puesto en garantizar nuestra superviviencia. Estamos en MODO SUPERVIVENCIA o PROTECCIÓN, nos estamos protegiendo del peligro, pero al mismo tiempo nos veremos impulsados a buscar conexión para recuperar la seguridad que necesitamos para sentirnos bien.
Cuando nuestro cuerpo y nuestro cerebro están relajados y el centro de detección de peligro ha determinado que la situación en la que nos encontramos es SEGURA, estamos en MODO CONEXIÓN y podemos pensar con claridad. Estamos abiertos a la conexión con el otro, tenemos comportamientos prosociales y relaciones enriquecedoras que, a su vez, nos ayudan a mantener ese estado de seguridad y conexión social que es imprescindible para el crecimiento, la creatividad y el aprendizaje.
La conexión es un imperativo biológico (Dr. Porges). Y la falta de conexión enciende la alarma del cerebro y activa el modo supervivencia, con los comportamientos defensivos y protectores que conlleva.
Simplificando, y con el fin de que vayamos integrando una información tan esencial para el cambio de paradigma en la educación y la crianza, se podría concluir lo siguiente:
Si estoy experimentando en cuerpo y mente la situación como segura, mi cerebro estará en modo conexión y me comportaré de formas que incrementarán aún más la conexión en la relación: tendré ganas de colaborar y cooperar, de compartir emociones profundas, de reír y explorar, de investigar y aprender.
Si mi cerebro y cuerpo perciben la situación como no segura, se encenderá la alarma de peligro, y estaré en modo protección. Me comportaré de forma instintiva y defensiva, de una forma que no invita a la conexión, más bien, provoca que otros se alejen de mí, porque me estaré protegiendo para sobrevivir. Y para volver al estado de conexión social, a sentirme seguro de nuevo, buscaré conexión, porque es nuestro imperativo biológico, una necesidad irreductible.
Un ejemplo muy ilustrativo de esta dualidad protección-conexión es cuando los niños hacen algo que saben no nos gusta que hagan. Al estar desregulados por cualquier motivo (cansancio, hambre, sonidos estridentes, voz exasperada del adulto, necesidad de presencia, .... cualquier sensación, pensamiento o emoción que les sobrepasa), el niño trasciende los límites, nosotros comenzamos a virar hacia el modo supervivencia y ellos, de repente, vienen a nosotros buscando nuestro cariño, actuando como si no hubieran hecho nada, queriendo reconectar por todos los medios con nosotros. Este comportamiento, que puede parecer "manipulador" si obviamos el funcionamiento de nuestro cerebro y sus mecanismos protectores, no es más que un impulso biológico de recuperar la conexión y la sensación de seguridad necesarias para apagar la alarma del cerebro y volver a sentirse bien.
Sin embargo, ni los niños ni los adultos buscaremos siempre esa reconexión de una forma clara y organizada, sino quizá de una forma torpe y caótica.
Nuestra búsqueda de conexión como adultos va a depender en gran parte de cómo fue nuestro vínculo con los adultos de referencia en nuestra infancia. Pero eso no es inamovible. Si ponemos conciencia y detectamos qué situaciones, actividades, pensamientos, sensaciones y relaciones nos hacen sentir seguros y cuáles no, tendremos la oportunidad de detectar y cambiar los patrones nocivos y comenzar paulatinamente a crear formas más sanas de reconexión. Podremos mantenernos la mayor parte del tiempo en estado de conexión social, el estado que invita a formar relaciones profundas y sanas, el estado que nos permite criar y educar - como padres, madres o maestros - de forma proactiva, flexible y colaborativa en lugar de reactiva, rígida y punitiva.
Esto es neurociencia. Así funciona nuestro cuerpo y nuestro cerebro humanos, tanto en los niños como en los adultos. Y tener presente el funcionamiento de nuestro cerebro, sus mecanismos protectores y el impacto de éstos en los comportamientos será clave para poder acompañar a nuestros hijos o alumnos de la forma respetuosa, paciente y cálida que necesitan para sentirse seguros y tener los comportamientos prosociales y colaborativos que esperamos de ellos.
Cuando un niño está desregulado o en modo protección, primero necesita conexión y corregulación con adultos para poder recuperar su sensación integral de seguridad. Y sólo cuando se sienta seguro y con conexión, podrá acceder a la parte racional de su cerebro y, por tanto, razonar y aprender.
Porque, recordemos, cuando un niño tiene comportamientos que, a menudo, interpretamos como manipuladores, controladores, agresivos, descontrolados o difíciles (más sobre agresividad infantil aquí), es decir, comportamientos que disrumpen la conexión y la relación con sus cuidadores, padres, madres o maestros, significa que no se siente seguro, que se está protegiendo y que necesita de nuestra ayuda, conexión y corregulación (a través de una voz dulce, una mirada compasiva, una presencia amorosa y paciente que emane empatía e incondicionalidad). Y cuando ayudamos a los niños a recuperar la conexión con nosotros (corregulación), y a sentirse de nuevo seguros en su cuerpo y su cerebro, los comportamientos exploratorios y prosociales que enriquecen la relación, que invitan a la conexión con los otros y el entorno emergerán natural y espontáneamente.
Los comportamientos nos ofrecen una valiosísima información sobre cómo se siente el niño a nivel neurofisiológico y emocional. Y el cambio de paradigma básicamente estriba en eso: en mirar y escuchar a los comportamientos como haríamos con las palabras más elocuentes; en mirar más allá y adentrarnos en la espesura para saber qué es lo que obstaculiza y dificulta el desarrollo sano y armonioso del niño y qué es lo que le permite florecer, impulsarse y crecer en conexión consigo mismo y los demás.
Nuestro mantra: La conexión es un imperativo biológico, una necesidad irreductible de todos los humanos para poder vivir y desarrollarse sanos y en equilibrio.
¿Qué es la conexión?
Sentirse profundamente conectado y en sincronía con, al menos, un adulto es una necesidad básica e imprescindible para todos los niños, tan importante como comer, beber, respirar, jugar y ser amado.
Estar en conexión con los niños es conocer en profundidad sus necesidades únicas y específicas, sus preferencias a la hora de comunicarse, expresarse y autorregularse, sus sensibilidades sensoriales, fisiológicas, cognitivas y emocionales para poder relacionarse con ellos de la forma en que necesitan.
Relacionarse con conexión es expresar a través de todo nuestro ser (lenguaje corporal, presencia y palabras) nuestro deleite, alegría y disfrute durante los momentos compartidos con los niños. Ralentizar nuestro ritmo y buscar, a lo largo del día, múltiples momentos de conexión emocional con ellos.
¿Cómo lograr conexión? Tomarse una pausa mientras hacemos la comida y acercarnos a ellos y mostrar interés genuino por lo que están haciendo, sentarnos en el suelo con ellos y ofrecerles nuestra atención total durante unos minutos antes de retomar otra tarea; incluir un espíritu jovial y de juego a la hora de ordenar y de hacer actividades que podrían derivar en conflicto, hacerle alguna sorpresa o manualidad relacionada con los intereses del niño, poner música y bailar juntos, escribir una canción y preparar un espectáculo casero juntos, sonreírles y abrazarles espontáneamente a lo largo del día y cuando estamos ocupados con otros asuntos, emular sus estados emocionales y ofrecerles un espacio seguro para que los expresen, investigar y hablar sobre sus intereses; ver juntos su película favorita, aunque la hayamos visto ya 10 veces, pasear juntos y hacer el payaso en la calle, expresarles lo mucho que les queremos y lo orgullosos que estamos de formar parte de su vida, inventar historias divertidas con ellos, acercarnos a ellos con dulzura, comprensión y paciencia cuando están rompiendo las normas, preparar juntos su postre favorito, entusiasmarse con lo que les entusiasma, pedirle disculpas sinceras cuando nos equivocamos, acurrucarse juntos para acariciar al perro o al gato...... la lista de momentos de conexión es infinita, tan infinita como nuestra curiosidad y nuestro amor.
Criar o educar con conexión es responsabilidad del adulto. El adulto es quien debe estar atento, quien debe sentir curiosidad y deleite por cada niño, sus procesos e intereses, y quien debe constituirse como una presencia serena y empática en sus interacciones con los niños para poder entender qué es lo que necesitan en cada momento para sentirse seguros (teniendo en cuenta sus particularidades y necesidades individuales) y cómo apoyarles cuando están en modo supervivencia a volver a sentirse seguros y retornar a un estado de conexión social.
En la crianza respetuosa y la educación consciente se trata más de SER que de ENSEÑAR. Lo que somos y compartimos con conexión es más enriquecedor y deja una huella mucho más profunda en los niños que cualquier lección, acción o consecuencia impuesta desde una posición de poder o superioridad y desde un estado de protección o supervivencia. De ahí que el autocuidado del adulto resulte clave para poder establecer interacciones sanas y significativas con los niños. Porque las emociones son contagiosas y si no nos cuidamos ni estamos en equilibrio, nuestras interacciones con los niños podrían pasar a ser reactivas en lugar de colaborativas.
El cambio de paradigma no será posible hasta que tengamos en cuenta el estado de nuestro cerebro y el de los niños, hasta que nos ocupemos de nuestros estados fisiológicos y emocionales con el fin de poder ofrecer a los niños, en los hogares y las escuelas, la presencia serena y compasiva que necesitan tanto cuando se comportan de una forma agradable y constructiva como cuando exhiben sus comportamientos más molestos y difíciles.
Cuando en la crianza y la educación nos centremos en la relación y la conexión en lugar de en la obediencia y la excelencia, nuestros niños florecerán y nos maravillarán con todo aquello que tienen para ofrecer a este mundo.
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