Agresividad infantil: ¿por qué sucede y qué podemos hacer?
La agresividad es algo común y natural en los niños de todas las edades, aunque a los padres, madres, maestros y otros adultos que los acompañan, nos resulte incómoda.
La agresividad es expresión, es la manera que tienen los niños de comunicarnos que no se sienten bien, que hay emociones intensas, miedos, pensamientos y/o sensaciones que les sobrepasan. Y como generalmente no tienen la capacidad de expresar su malestar con palabras, actúan.
Para comprender esto con mayor profundidad, vamos a adentrarnos en el cerebro...
El cerebro de los niños requiere de una media de unos cinco a siete años (de siete a nueve años en los niños más sensibles e intensos) para integrarse, es decir, para que sus distintas partes establezcan comunicación entre sí (los dos hemisferios, izquierdo y derecho, y las tres partes del cerebro, reptiliano, límbico y neocórtex). Mientras crecemos, cada uno de estos componentes maduran y se integran paulatinamente para ir formando lo que luego será el cerebro adulto, siendo la conexión y corregulación con adultos sensibles y predecibles experiencias imprescindibles para una integración y desarrollo cerebral sano.
El neocórtex o corteza prefrontal es el centro del "pensamiento racional", lo que nos permite controlar nuestros impulsos, establecer una pausa entre estímulo y respuesta (reacción), escuchar a otros, pensar antes de actuar y poner en palabras nuestros pensamientos y emociones, entre otros. Es la última parte del cerebro en desarrollarse y no está totalmente madura e integrada hasta la mitad de la veintena (o incluso hasta el comienzo de la treintena en algunos individuos).
Adicionalmente, el cuerpo calloso - conjunto de fibras nerviosas responsable de la comunicación y trabajo conjunto de los dos hemisferios del cerebro, y necesario para una integración adecuada de los distintos procesos de cada hemisferio- no comienza a tener un funcionamiento ágil y rápido hasta los siete u ocho años de edad aproximadamente.
De ahí que, si tenemos presente cómo se va desarrollando el cerebro y qué habilidades y capacidades poseen los niños en cada momento, podremos entender por qué reaccionan de forma impulsiva y agresiva, en lugar de la forma adulta y madura que con frecuencia esperamos de ellos. La impulsividad es indicativo de inmadurez y falta de acceso a las funciones de la corteza prefrontal.
Dicho de otra manera, si un niño agrede, rompe cosas, patalea, pega o golpea es porque no se siente bien y en ese momento no puede o no sabe reaccionar de otra manera . Los niños se comportan "bien" si pueden, pero muchas veces simplemente no pueden hacerlo.
Puede suceder por alguna de las siguientes razones:
Un niño que está completamente controlado por sus emociones y sensaciones, tendrá reacciones intensas, instintivas e impulsivas. Y no podrá escuchar, razonar ni recordar lecciones ya aprendidas.
En el caso de la agresividad, el cerebro del niño activan la respuesta de LUCHA (puedes leer más sobre las respuestas de supervivencia aquí), y dirige gran parte de su energía hacia el cuerpo con el fin de poder moverse rápido y defenderse (de ahí la inmensa fuerza y potencia de las patadas, golpes y otras reacciones físicas). Al activarse esta estrategia defensiva, el sistema límbico (cerebro emocional) lleva la batuta y no hay acceso al neocórtex y sus funciones racionales.
Es decir, el niño está completamente controlado por sus emociones y sensaciones, por lo que sus reacciones serán intensas, instintivas e impulsivas. En ese momento, no tiene capacidad de escuchar, de razonar, de recordar lecciones aprendidas, simplemente se ve impulsado a atacar para protegerse del estrés ( causado por sensaciones, emociones y/o pensamientos) detectado por su sistema nervioso.
El niño NO elige ese comportamiento, es una respuesta automática e involuntaria de su sistema nervioso autónomo.
Cuando el sistema límbico de los niños está sobrepasado e hiperactivado, la alarma de su cerebro está encendida y su sistema nervioso en alerta. Necesitan que los adultos les ayudemos a sentirse seguros de nuevo para apagar la alarma límbica y poder volver al estado de conexión social (estado en el que los niños se sienten bien, en calma, con conexión y ganas de cooperar con los otros). ¿De qué manera?
1. PAUSA
Respirar y tomarnos una pausa es crucial para evitar reaccionar de forma impulsiva ante el comportamiento agresivo. Cuando los niños están dominados por el sistema límbico, se produce una especie de contagio emocional y se activan natural y automáticamente nuestras respuestas defensivas.
Sin embargo, como los adultos sí tenemos un cerebro racional totalmente maduro y funcional, podemos tomar la decisión consciente de hacer una pausa para no incrementar con una reacción impulsiva aún más el estrés que está experimentando el niño. Durante esta pausa, es importante valorar cómo nos encontramos nosotros en cuerpo, mente y corazón, en qué estado está nuestro sistema nervioso (¿conexión social? ¿lucha o huída? ¿parálisis?), ya que sólo con un sistema nervioso equilibrado y en calma podremos ofrecerles a los niños el amor, la compasión y la presencia serena que necesitan para descargarse emocionalmente y regresar al estado de conexión social ellos mismos.
2. CONEXIÓN y CORREGULACIÓN
El cerebro de los niños se va construyendo literalmente a través de las interacciones que establece con sus figuras de apego. Las experiencias de conexión y corregulación emocional desde que nacen permitirán el desarrollo de las conexiones neuronales que favorecerán su propia autorregulación en el futuro.
Poniéndonos a su altura, tratemos de mirarlos con un amor profundo - pensando que cuando se comportan de forma agresiva es porque están sufriendo-, de hablarles con dulzura, de forma pausada y con pocas palabras (en caso de que les haga bien, porque hay niños cuya agresividad se intensifica cuando les hablamos) y de expresar nuestro apoyo y aceptación total a través de nuestro lenguaje corporal. La forma en que nos comunicamos con los niños, lo que transmite nuestra presencia, voz y mirada, es mucho más importante que las palabras que usamos.
Con frecuencia, una presencia amorosa y serena que emane incondicionalidad y aceptación junto con un límite suave y respetuoso que reconozca el malestar del niño, pero que impida que haga daño a otros, bastará para que algunos sentimientos y emociones afloren y la agresividad del niño se transforme en lágrimas de tristeza. Por ejemplo, podemos detener la patada o el manotazo con dulzura y decir algo como "Veo que te sientes mal y lo siento. Te quiero mucho, pero no puedo dejar que me hagas daño/pegues a tu hermano/destroces mis cosas... Ven aquí y vamos a liberar esa energía atrapada en tu cuerpo saltando/golpeando cojines/jugando a la lucha". O quizá una invitación más juguetona y teatral "Oh, no, un tigre furioso ha aparecido en mi salón. ¡Voy a tratar de cazarlo!". Las risas en conexión ayudan a equilibrar el sistema emocional, a liberar las tensiones y a calmar el sistema nervioso.
Los niños necesitan que les acompañemos de forma empática y que reestablezcamos la conexión con ellos para que puedan expresar las emociones que les hacen sentir mal y actuar de forma agresiva. No puede haber seguridad sentida (por el sistema nervioso de los niños) sin conexión en la relación.
3. DESCARGA EMOCIONAL
La frustración es una emoción mamífera primaria que aparece cuando las cosas no salen como querríamos. A menudo, va de la mano de la ira, siendo consideradas emociones problemáticas o no deseables porque suelen ir asociadas con energía de ataque y agresiones. Sin embargo, son emociones necesarias para los niños, porque les moviliza para conseguir aquello que desean o para cambiar las cosas que no funcionan para ellos.
Los adultos debemos aceptar estas emociones en los niños, alentar su expresión y ayudarles a transformarlas en tristeza. Porque cuando eso ocurre y acompañamos emocionalmente al niño en el llanto, tiene la oportunidad de sanar sus heridas, aliviar su estrés, reordenar sus emociones y pensamientos y aceptar las futilidades de la vida. Aletha Solther, defensora del poder terapéutico del llanto, considera que cuando un niño llora, el daño ya ha sucedido, y que sus lágrimas de tristeza simbolizan el proceso de sanación de la herida.
Es fundamental que nuestra presencia y acompañamiento durante la descarga emocional de los niños sea amable, paciente y amorosa, que sepamos recibir con compasión y empatía todas las emociones que expresan a través del llanto y que nos convirtamos en un contenedor seguro y comprensivo (sin juicios, distracciones ni soluciones mágicas) para esos miedos, preocupaciones o tristezas que les sobrepasan.
Que un niño vierta sus lágrimas de tristeza junto a nosotros significa que se siente lo suficientemente seguro como para confiarnos su corazón. El llanto es un indicador de que el sistema emocional del niño funciona adecuadamente (especialmente en los niños más pequeños). Lo preocupante NO es que un niño llore, sino que haya perdido su capacidad de hacerlo.
Si percibimos que nuestros niños tienen tendencia a reaccionar con agresividad, puede ser una señal de que necesiten canalizar y liberar la energía agresiva que todos, de vez en cuando, experimentamos.
Y una de las formas más efectivas y divertidas de invitarles a expresar su ira es a través del juego; siendo los padres y madres los mejores compañeros para este tipo de juego que, además de ayudar a los niños a liberar tensiones, les permitirá cultivar su resiliencia.
El juego es el lenguaje por excelencia de los niños, aquel que les permite expresar lo que son, sus ideas, intenciones, aspiraciones, preferencias, deseos y necesidades. Los niños comprenden el mundo e internalizan experiencias, situaciones y emociones de una forma muy espontánea y natural a través del juego. Por eso, se convierte en una herramienta terapéutica maravillosa para los niños, porque les permite dotar de sentido su mundo emocional y expresar emociones profundas, incluídas la frustración y la rabia, mientras se sienten seguros (y no tan vulnerables como cuando las expresan en el mundo real, fuera del entorno de su juego).
Dar puñetazos a un cojín, rasgar periódicos, arrugar papeles, patear almohadas, correr, gritar en la ducha o en la montaña, dibujar su ira y enfado, hacer creaciones de arcilla sobre lo que les enfurece y romperlas, escribir lo que les enfada en papelitos y depositarlos en una caja/monstruo del enfado, ...
Los niños siempre nos están mirando y aprenden más de nuestras actitudes y comportamientos que de nuestras palabras. Convertirnos en modelos de expresión y autorregulación emocional sana en nuestro día a día es una de las formas más efectivas para que los niños aprendan modos constructivos y saludables de calmar su sistema nervioso.
La práctica del autocuidado, de la atención plena hacia nuestros niveles de tensión y hacia el estado de nuestro sistema nervioso, y de actividades que restauren nuestra energía y nos devuelvan a un estado de conexión social nos ayudarán a convertirnos en personas proactivas en lugar de reactivas en nuestra relación con los niños. De esta manera, los niños lo irán integrando en su vida y convirtiéndolo en una parte natural y espontánea de sí mismos.
El cambio empieza por nosotros mismos, por conseguir una pendulación emocional fluída y por aprender a conocernos para retornar a nuestro estado de calma y equilibrio de forma consciente, con el fin de poder relacionarnos con los niños y el mundo desde la conexión y la cooperación, y no desde el miedo, la ira o la culpa.
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Para la redacción de este artículo me he inspirado en el trabajo e ideas de A. Solter, G. Neufeld, V. Oklandler y M. Delahooke.
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